En la vida no puedes bajar la guardia, pero tampoco puedes
vivir en estado de alerta permanente. El estado de equilibrio no viene dado, ese
es un esfuerzo que el propio individuo debe realizar. Lo digo porque normalmente
no lo hacemos, quiero decir que solemos reaccionar de manera inconsciente y
desproporcionada a los retos que nos plantea la convivencia, un aspecto muy
importante de la existencia desde que vivimos en núcleos urbanos: nuestro
comportamiento solo cobra protagonismo frente a nuestros semejantes, no nos
importa lo más mínimo que una perdiz o un jabalí nos vea cometiendo un error o
haciendo el gilipollas, probablemente porque creemos que no vamos a ser
juzgados.
Pienso que debe ser la propia arquitectura del proceso
mental la que condiciona este hecho, al parecer la lógica y los sentimientos
pertenecen a áreas del cerebro distintas, por eso es difícil racionalizar las
emociones, tratarlas con fría imparcialidad, separarlas de nosotros mismos,
como cuando hacemos un cálculo o desempeñamos una tarea rutinaria. El problema
es que las emociones difícilmente pueden ignorarse y aunque están ahí para
algo, a menudo estorban, sería más útil poder contenerlas que dejar que nos
arrastren, pero de eso, normalmente solo nos damos cuenta después.
No soy un fanático de la lógica, creo que el subconsciente
nos oculta algo, podemos intuirlo. Lo que no creo es que la pasión, el miedo,
el odio o la codicia sean buenos aurigas, sobretodo porque la historia y en
especial la de este país, está repleta de trágicos ejemplos. Lo que quiero
decir es que el modo de categorización o catalogación que usamos habitualmente con
los demás es un asco, apesta a prejuicios que además, casi siempre, ni siquiera
son nuestros, sino que los hemos importado de los medios o cualquier otra fuente,
como la familia o los amigos; el caso es que la mayoría de las veces, no
juzgamos, prejuzgamos. Los prejuicios son seres emparentados con las
apariencias, por fortuna la mayoría sabemos lo rico que está el queso azul, por
poner un ejemplo, eso demuestra que siempre hay que profundizar, no quedarse
solo con el aspecto. Evidentemente a poco que se piense, nunca basta con la
primera impresión y solo se puede juzgar al árbol por sus frutos, como se suele
decir, podemos especular sobre el resultado por el aspecto de sus flores, por
ejemplo, pero verdaderamente no tendremos la certeza hasta que se haga
manifiesta su condición. Llevar a la práctica es la base de lo que llamamos
“aprender”, es algo que tendemos a olvidar.
Habría sido particularmente útil que hubiéramos tenido en
cuenta consideraciones de este tipo a la hora de elegir a nuestros
representantes políticos, ha sido triste ver cómo ha triunfado el “más vale
malo conocido que bueno por conocer”, un
ejemplo de estúpido juego de palabras, elevado a la categoría de sagrado
evangelio por el arte de la repetición y por tanto ampliamente secundado, por
motivos perfectamente desconocidos para mí. No nos engañemos, se llama miedo y
también locura, pánico tal vez, porque se ha optado por seguir consumiendo un
producto probadamente toxico, antes que echar mano de uno distinto que nadie ha
probado: no hemos querido aprender nada nuevo, principalmente porque organizaciones con ánimo
de lucro han puesto mucho empeño en demostrar que el engañoso color de los
pistilos y la siniestra fragancia de las flores del nefasto árbol desconocido, recuerdan
a los de un fósil, un ejemplar extinto, absolutamente letal por supuesto, que
solo conocemos por referencias en enciclopedias de Paleobotánica.
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